EL GLOBO DEL PERDÓN ONDEANDO EN EL AMOR...


Imagen tomada de Google


Ella se transportó mágicamente como astronauta a la luna y desde esta magnificencia, de repente, apareció frente a ella aquel hombre a quien ama entrañablemente. Se aproximó hacia a él, chocó sus labios con los suyos. Estaban vestidos con túnicas blancas. Se hallaban en el espacio dentro de un globo extraordinario y transparente, perfectamente inmaculado, sostenido hacia arriba por unos lazos de oro muy hermosos que no tenían fin.  Dentro del globo podían tocarse sin dificultad, abrazarse y rozar sus cuerpos una y otra vez con sublimidad.

 

A través del globo que permanecía flotando en el espacio, tenían acceso a un panorama prodigioso. No existen palabras específicas para tal majestuosidad. Eran testigos de la hermosura arcana del universo. Aquel hombre y ella eran únicos, no pertenecían al común denominador de la humanidad. Estaban excelentemente conducidos, eran títeres manejados por un Titiritero Celestial, que maniobraba los lazos de oro con espectacular habilidad y cuidado. Este Titiritero dependía de alguien sumamente importante y poderoso, quien supervisaba continuamente su labor con los títeres.

 

Dentro del globo no existía el tiempo, ni los afanes de la vida, ni el estrés, ni el temor, ni la inseguridad, ni el orgullo, ni el odio.  Se sentían plenamente protegidos, libres y rebosantes de amor. Allí, este hombre la abrazaba vez tras vez, la estrechaba contra su pecho, acariciaba tenuemente su cabello rizado. Sus besos eran tan vehementes que inevitablemente sus almas se fundieron en la sensualidad.

 

Al ser consumados por la esencia de la pasión, aquellos lazos de oro se iluminaron y su luz resplandeciente atravesó el globo, envolviendo los cuerpos con ímpetu y quedando sus sentidos detenidos en el éxtasis, percibiendo a la vez los latidos del corazón del Titiritero. Entre destellos de luces refulgentes de todos los colores y en medio de melodías celestiales, se vieron rodeados de una extraordinaria constelación de ángeles que los custodiaban.

 

Aquel varón y ella, experimentaron una paz que traspasó el entendimiento mutuo. Se tomaron de las manos firmemente, sintiendo también un amor indescriptible. En un abrir y cerrar de ojos, se hallaron frente a una Presencia absolutamente admirable, excelsa e inaccesible, a la que ni siquiera podían ver su rostro porque estaba poderosamente iluminado.

                                                          

Un pequeño infante, una deidad, tierno, con su piel tersa, fina y brillante abrió la puerta del globo, e inmediatamente soltó los lazos de oro que fueron ascendiendo sutilmente.


El pequeño, extendió sus brazos hacía el hombre y la mujer, invitándolos para que lo tomaran de las manos. Así lo hicieron. Cuando el niño quedó en medio de los dos, finalmente los condujo hasta la Presencia de aquel Ser Superior, Glorioso y Majestuoso, a quien no podían conocerle su rostro por lo asombrosamente destellante. Aquella Presencia les inspiró absoluta reverencia, solemnidad y amor nunca antes vivido. El niño los observaba con una mirada cautivante, pero sin pronunciar una sola sílaba.

 

Estando los tres frente a aquella maravillosa e inescrutable Presencia, tanto ella como él, vibraron con su voz estruendosa y al mismo tiempo amorosa. El niño ya estaba acostumbrado a escucharla. Se colocaron de rodillas y el pequeño quedó de pies en medio de los dos, extendiendo sus manos sobre la cabeza de cada uno y permaneciendo atento, escuchó el mensaje de aquella Voz Portentosa:

 

“Lo que sucedió dentro del globo fue la creación mía y la concepción del niño a quien le interrumpieron su ciclo de vida en la tierra; allí se transformó el rechazo y la tortura por aceptación y amor, a través de la labor del Titiritero. Este Ser, es quien está en medio de ustedes y ahora está a mi cargo. Cuido de él continuamente porque pertenece a mis ángeles. Mi amor por él y por cada uno de ustedes –sus padres- es bidimensional y, a partir de este momento borraré de la memoria de cada uno, el episodio amargo y tormentoso que experimentaron en la tierra y se gozarán perpetuamente viviendo entre el perdón, la restauración y principalmente el amor”.

 

El niño volteó de nuevo mirando fijamente a sus padres y de inmediato la madre se dirigió al pequeño desbordada en llanto.  Lo abrazó con vehemencia, estrechándolo contra su pecho y clamando con desgarro:

 

“Perdóname hijito, perdóname, yo sí anhelaba tenerte, pero el temor logró dominarme. Estaba sin recursos financieros, me sentía sola, desprotegida y desorientada. Aunque mis acciones indicaron lo contrario, quiero confesarte que te creaste en mi vientre con todo mi amor y cuando supe que vivías dentro de mí, deseaba tenerte con toda mi alma. Mis ojos se recreaban contemplando la ropita exhibida para tu pequeño cuerpecito, a través de los diferentes almacenes. Te imaginaba entre mis brazos, soñaba continuamente con tu existencia, pero las circunstancias estaban en mi contra; y cuando te perdí, sólo deseaba reunirme contigo. El dolor destruyó todo mi ser y mi mente se conmocionó, pero ahora mi corazón celebra este extraordinario encuentro y me regocijo teniéndote en este instante entre mis brazos”…

 

El padre escuchaba ensimismado las palabras de la madre hacía su hijo, pero no se encaminaba hacía a él  y continuaba con la cabeza inclinada.

 

Aquella Presencia luminosa, permanecía como testigo examinándolo todo, allí desde su Trono de Oro, rodeado por muchos ángeles, quienes simultáneamente tocaban unas melodías prodigiosas. 

 

Era verdaderamente fascinante escuchar los sonidos que emitía cada instrumento musical, de una espléndida y celestial orquesta, particularmente los de percusión, al golpear las baquetas los tambores una y otra vez. Sentían como si estuvieran repicando en los corazones, cada golpe era fuente de gozo, de más amor.  El de viento, el órgano, su resonancia recorría los cuerpos solemnemente. Los de cuerda, los violines, sonaban dulce y expresivamente anunciando con bombos y platillos el encuentro con el angelical, cálido, tierno y amoroso niño.

 

La madre y su hijito voltearon a mirar a su padre, quien estaba admirado y al mismo tiempo absorto; en su túnica estaba desvaneciéndose el color blanco. La madre y el niño lo invitaron para que se uniera a ellos, pero moviendo la cabeza y con lágrimas en los ojos se negó, e inmediatamente se puso de pies.

 

La  Presencia magnánima se levantó de su Trono y se dirigió hacía él; con el resplandor de su Luz Divina que irradió en aquel hombre, secó sus lágrimas preguntándole a la vez: “Quieres abrazar también a tu hijo?”. Entonces él, atónito, abstraído y naufragando en sus pensamientos, guardó silencio inclinando de nuevo la cabeza y alejándose de allí.

 

Aquella Presencia Omnipotente y Universal, se unió a la fiesta solemne llevando consigo en su luminosidad, las lágrimas de aquel padre que desapareció inmediatamente de la vista de todos y para siempre.


Todos participaban de la fiesta celestial, excepto aquel padre, quien a pesar de haber permanecido compungido y estático, se abandonó inmerso en su negación. 


 El amor de Dios no tiene límites. Él respeta el libre albedrío de cada quien, así no se ciña a su voluntad perfecta




Rita Daisy Moyano Chaves (Vanina)

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