COLISIÓN EN EL ALMA Y ESFUERZO EN EL PORVENIR



Imagen provisional tomada del internet

Sofía, hija mayor de Juan Manuel y María Lucia, a los cinco o seis años de edad jugaba con sus muñecas. Igualmente amaba a un osito de felpa extremadamente tierno, que no era suyo sino de su hermana menor, por consiguiente procuraba adueñarse de este, así indispusiera a su dueña.

 

Entraba a estudiar a las 12.00 m. en la escuela pública que quedaba a cuatro cuadras de su casa. Su abuela de nombre Luciana, madre de Juan Manuel, la cuidaba mientras sus padres trabajaban. Con mucha voluntad y paciencia la peinaba durante media hora aproximadamente, dándole forma a los cachumbos usando un lápiz. Era una maestra  peinando a su nieta porque sus rizos naturales los transformaba en cachumbos quedando perfectamente hermosos, adornándolos con cintas azules y  blancas, que hacían contraste con el uniforme de la escuela.

 

La abuela, antes de empezar a peinarla supervisaba el uniforme  y  cuando le encontraba manchas las limpiaba cuidadosamente: jardinera  azul oscura con tablas anchas en la falda muy bien planchadas, blusa blanca de manga larga, suéter, medias y zapatos azules oscuros.  Sofía aún no sabía amarrar sus zapatos, entonces se colocaba el  uniforme y dejaba los cordones sueltos para que su abuela los amarrara.

 

Sofía vivía en la casa de sus abuelos.  Una casa antigua de inquilinato,  con corredores muy largos y sombríos, varias habitaciones y apartamentos en arriendo. Su abuelo, Octavio, fue muy ambicioso para el dinero y no le importaba seleccionar a los arrendatarios que ocupaban los apartamentos y habitaciones, lo esencial para él, era obtener todo el dinero posible por canon de arrendamientos.

 

En esa casa vivieron personas de diferente moralidad y esferas sociales.

 

Luciana y Octavio tuvieron dos hijos varones, uno de ellos, padre de Sofía. Temían el carácter posesivo, machista y autoritario de su padre.  Frecuentemente Luciana era maltratada física y emocionalmente por su esposo, Octavio. 

 

A la casa de Octavio iban a visitarlo constantemente dos hijos adolescentes extramatrimoniales: José y Ernesto de 18 y 17 años aproximadamente. A Luciana no le agradaba atender a estos visitantes pero Octavio la obligaba.

 

La niña Sofía vivía en uno de los apartamentos independientes de esta casa, en el segundo piso y al otro extremo de sus abuelos,  junto con sus padres y sus dos hermanos menores, quienes estudiaban en las horas de la mañana, también en la escuela pública, mientras que sus padres trabajaban.

 

José, siempre aprovechaba la oportunidad para perturbar a Sofía al encontrarla sola. Ella, con el uniforme puesto, lista para bajar al primer piso a buscar a su abuela para que la peinara, le amarrara los zapatos, le diera el almuerzo y la llevara a la escuela; en ese momento José la abordaba (lo hizo muchas veces), su maligna presencia lograba desestabilizarla y atemorizarla en las ocasiones que José la abordaba en el apartamento; no entendía lo que sucedía a sus cortos seis años de edad, cuando el “MONSTRUO” (calificativo que ella utilizó en su edad adulta al referirse a él, en las psicoterapias) la coaccionaba para que se dejara despojar  de su ropa interior y para acariciarla en sus partes íntimas. Mientras el monstruo sentía placer con todo lo que le hacía depravadamente a la niña, ella estaba pasmada, inmutada, aturdida y no podía descifrar esos episodios turbios. Su repudio y asco eran insondables con este acto desagradable, produciéndole nauseas cuando este depravado le ensuciaba el uniforme con su asqueroso semen, untando también varias partes de su piel  y  los muñecos que estuvieran por ahí cerca de la cama o alguna silla  cercana de la sala.

 

Cada  vez  que este monstruo terminaba con su perversidad, intimidaba aún más a la niña para que aceptara unas monedas  “para las onces en la escuela”, pero  Sofía siempre se rehusaba a recibirlas  y  él forzaba su mano para dárselas. Este maléfico sujeto abusó de Sofía como quiso, varias veces.

 

Después de cada episodio, atentando contra su integridad física y psicológica y cuando el monstruo se marchaba, la niña quedaba totalmente lesionada y de inmediato tomaba al osito de felpa de su hermana y lo llevaba consigo hasta la azotea, buscaba la alberca, subía sus pies sobre un ladrillo para alcanzar a arrojar con fuerza al  estanque las monedas que le daba el monstruo en cada abuso y por consiguiente ella las aborrecía por la desconfianza que le infundían. Luego tomaba al oso sosteniéndolo con los dientes mientras sumergía sus manos entre la alberca para lavárselas; después se acurrucaba junto a ésta aferrándose  al  osito, aunque lo mojara  con sus lágrimas. 

 

Allí permanecía unos minutos. La abuela la llamaba insistentemente  para que bajara al primer piso porque se le hacía tarde para ir a la escuela y aunque Sofía la escuchaba,  no tenía deseos de moverse de allí de este rincón y después de más llamados de la abuela y al no responder la niña, Luciana subía a buscarla y al hallarla le preguntaba asombrada, “por qué se encontraba en ese estado y  con las mangas de la blusa mojadas(?)”, pero la niña absorta, enmudecía.  Luciana le secaba las lágrimas, le cambiaba la blusa y con su paciencia y benevolencia la convencía para que bajara; a veces notaba que su jardinera estaba manchada, pero  le pasaba un cepillo húmedo y eso era todo.

 

Sofía ya no quería ir a la escuela, allí sus compañeros se burlaban de ella porque empezó a orinarse todos los días en el salón de clases y la profesora de nombre Miryan, la avergonzaba aún peor, la amonestaba sin ninguna piedad, obligándola para que consiguiera un trapo y  limpiara el charco. Miryan la apodó “La Miona” y con este ejemplo, también sus compañeros le gritaban frecuentemente  el mismo calificativo. Miryan también marcó un recuerdo intenso en la mente de Sofia.

 

En una de éstas ocasiones, la niña intentó comunicarle algo a María Lucía, su mamá, estando ella ocupada en la cocina preparando la comida, pero ella no entendió los murmullos de Sofía, entonces la reprendió con un tono de voz fuerte apurándola para que hablara duro, pero se apoderó un temor inevitable en ella y al momento se orinó.  María Lucía la amonestó aún más por este hecho, dándole a entender  “que ella estaba muy cansada de la jornada laboral y aparte de preparar la comida, alistar todo para el día siguiente y se le adicionaba que tenía que perder más tiempo bañándola por haberse orinado”.

 

La abuela se preocupaba por la niña, especialmente cuando lloraba mucho sin ninguna explicación. En una ocasión alcanzó a percatarse desde una ventana, que José entró a la casa con actitud sigilosa, cerciorándose  que nadie lo hubiera visto.  Inmediatamente Luciana lo siguió y esperó a ver qué hacía; al darse cuenta que se dirigía hacía al apartamento donde vivía Sofía, Luciana se conmocionó al comprobar que ese monstruo abusaba de la niña. Inminentemente ella lo sacó de allí con mucho enfado y gritos estrepitosos. En la noche esperó que llegara el padre de José para informarle lo sucedido, pero a él no le importó y con amenazas prohibió concluyentemente a Luciana, enterar a los padres de Sofía. 

 

A partir de ese momento Octavio, el abuelo de la niña, cambió las guardas del portón y no volvió José a asomarse por allí, ni tampoco Ernesto, su hermano.

 

En el transcurso del crecimiento de Sofía, ella siempre buscaba la manera de estar apartada, no socializaba y se la pasaba encerrada escribiendo o muchas veces llorando y peleando contra ella misma. Dos veces atentó contra su vida: en la adolescencia y en la edad adulta.

 

Su experiencia laboral la inició en una entidad bancaria a los 17 años de edad, con un permiso especial por no ser aún mayor. Su primer sueldo lo depositó en otra institución financiera con el propósito de obtener un préstamo por cuatro veces más el valor del sueldo, lo que logró conseguir por intermedio de una compañera del banco. Al obtener todo el dinero que necesitaba, contrató a unos jóvenes estudiantes de medicina de una universidad pública para que buscaran a José y le dieran una paliza extirpando también sus testículos. Ella se cercioró que todo se hiciera tal cual como ella lo ordenó, porque de forma anónima estuvo presente en los hechos.

 

Aunque este adversario depravado, merecía todos los castigos del mundo por su perversidad, en la mente de Sofía se somatizaron también las escenas que ella presenció de la venganza que ordenó, porque en lo más interno de su ser, odió haber llegado tan bajo. Este episodio le dolió no por este individuo, sino por la ira y el sufrimiento implacables que se anidaron en su corazón vulnerado; a su memoria llegaron inevitables imágenes que se encarnaron en su mente de ese despreciable sujeto, como esa mirada lasciva y enfermiza, esa sonrisa estúpida, burlona y repudiable, sus dedos vomitivos tocando sus labios con morbo pretendiendo introducírselos en su boca, pero ella los oprimía para impedírselo, escuchaba también el eco de ese jadeo asqueroso y desesperante al tiempo que abusaba de ella, lo que logró indignarla y lacerar su alma hasta el punto de haber llegado a este acto vengativo.

 

Hoy en día, la niña Sofía tiene más de 50 años. Pese a lo acontecido en su vida, le ha agradado estar bien relacionada. Se casó, tuvo hijos, pero su felicidad no  permaneció. Trabajó en excelentes empleos con entidades financieras, pero en ninguno logró estabilidad, excepto en uno, porque cada vez que alguien, especialmente un hombre, la trataba entre descortesía, autoritarismo y toda forma de traición se desestabilizaba y agredía a quien la ofendiera así se hubiese tratado de sus mismos jefes o superiores; peor aún, vengaba la falta del ofensor, muchas veces con crueldad e inclemencia.

 

En ella se formó un carácter fuerte y paradójicamente tierno, aunque ha sido suspicaz con la gente, excepto con los que han sido sus verdaderos amigos desde hace muchos años, quienes la han apreciado y han tenido presente sus virtudes y talentos.  A pesar de su carácter austero y de su obsesión aséptica, (dependiente del clorox y vinagre) es altruista, amable y servicial siempre y cuando nadie la agreda de ninguna forma. Ama y respeta a los animales domésticos y los defiende más que al propio ser humano.

 

Al encontrar amor sincero en las personas, sus ojos guardan una mirada serena e iluminada y en sus actitudes afloran satisfacción y agradecimiento por la vida.

 

En una oportunidad viviendo Sofía con Juan Sebastián, su hijo menor, mientras él estaba en vacaciones con sus abuelos fuera de la ciudad, Luciana tuvo que quedarse unos días en el apartamento de Sofía y entonces allí,  Sofía tuvo la oportunidad de  preguntar a su abuela y, a la vez confirmar  varias cosas referentes a ese pasado tortuoso con ese individuo infernal. Al finalizar esta conversación, la abuela le dijo a su nieta con un tono de voz  triste y sincera: “Que la perdonara por haber sido cobarde y no haber tenido la valentía de enfrentar a su esposo (fallecido meses después) pero que le inspiraba mucho temor y por ello tuvo que soportarle muchas cosas, que sólo Dios conocía” (Dos años después Luciana falleció).


Aunque Sofía ha estado hospitalizada varias veces en la clínica psiquiátrica por depresiones severas, siempre se ha refugiado en la oración, ha buscado el apoyo Divino, además de las ayudas profesionales que ella misma se ha interesado por encontrar para erradicar definitivamente de su alma, esa sombra amenazante intrínseca que ha interferido extrínsecamente en gran parte de sus relaciones interpersonales.

 

Con sus hijos ha tenido conflictos porque inevitablemente siempre los ha sobreprotegido y es muy celosa con su familia de las personas extrañas que de forma paulatina y también espontánea, han querido hacer amistad con alguno de sus hijos y nietos especialmente, como con otros miembros de su familia queridos por ella.  Todo esto hace parte de la zona insana de su ser,  pero tiene la convicción que a través de su empeño, los apoyos espiritual y profesional depurará lo que le falta por combatir. 

 

Su hija menor le ha enfatizado en reiteradas oportunidades “que el recuerdo en su niñez que tiene de ella, su mamá, es que al encontrarse en la casa no compartía con sus hermanos ni con ella ningún  momento ameno ni tampoco salían a pasear a ninguna parte, sino que Sofía se  encerraba a escribir llorando también descontroladamente”.  

 

Sofía, ha lamentado bastante los malos ratos que le ofreció a sus hijos y ha conversado con ellos reconociendo que le faltó voluntad y coraje para descongelarse de esa crisis que alimentó por muchos años y que ni siquiera estaba consciente del perjuicio tan grande que ocasionó en los corazones de ellos.  

 

Debido a las equivocaciones en las que incurrió con sus hijos, adora a sus nietos y con ellos ha buscado la manera de resarcir los errores y carencias que tuvo con ellos por faltarle amor, comprensión y el apoyo profesional del que no se benefició en períodos apropiados…


Rita Daisy Moyano Chaves (Vanina)

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